jueves, 25 de abril de 2013

Hormigas en la misma dirección

Sales de trabajar, caminas hacia el coche, te subes y arrancas. Te pones el cinturón y sales del aparcamiento mirando por el retrovisor a ver si viene alguien. Nadie. Pisas suavemente el acelerador. Segunda. La radio suena pero no la escuchas, vas perdido en tus pensamientos. Rotonda, cruce, ceda el paso. Te incorporas al carril de aceleración y te conviertes en una hormiguita más entre la multitud. Tercera. Te pierdes en tus pensamientos a la par que tu pie se hunde en el acelerador. Cuarta. La marea de hormigas te rodea, todas hacia la misma dirección, todas con un destino diferente. Quinta. Miras hacia delante pero no a la carretera, sigues pensando. Solo distingues manchas que se van moviendo a la par que tú, alguna se cruza, alguna se pierde. Mucho trabajo en la oficina. Papeles que se acumulan encima de tu escritorio. Proyectos que no acaban de cuajar. El cajón de los problemas ya no cierra. La siguiente es tu salida, carril derecho, intermitente, cuarta. el tráfico disminuye, pocas hormiguitas te siguen. Tercera. Espabilas un poco. Segunda. Rotonda, no viene nadie, cruce, rotonda, paso de cebra. Te paras porque el de delante se ha parado también. Embrague, punto muerto. Te has dejado la botella de agua encima de tu escritorio. Te da igual. La marcha se reanuda. Segunda. Badén, tercera. Es tarde y aún así todavía quedaba gente en el despacho cuando te has ido. "Qué suerte, ya te vas" te dice alguien como despedida. Tu sonríes y asientes, "Nos vemos mañana". Y es entonces cuando te preguntas en cuándo se convirtió en una suerte irse. Cuándo las horas pasaron de ser una dedicación a ser una obligación. Cuándo dejó de gustarte tu trabajo. Desde cuándo los días solo son una sucesión de minutos y horas en los que las sonrisas no existen y los sueños se alejan cada vez más de la realidad. Entonces sin saber muy bien como llegas a casa. El coche se para delante de la puerta de la cochera. Embrague, punto muerto. Enciendes las luces y le das al botón del mando a distancia para que se abra. Las preguntas siguen invadiendo tu mente mientras la pesada puerta se mueve. Porqué ya no sonríes al levantarte cada mañana, porqué ya no te das prisa en vestirte para no llegar tarde, porqué hay veces que te encuentras a ti mismo con la mirada perdida en el infinito mientras el teléfono de tu escritorio está sonando. Primera, bajada, giro, freno. Giras la llave y apagas las luces. Bajas del coche. Por fin en casa. Mañana toca otra vez ir a trabajar. Mañana será otro día más. 

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lunes, 22 de abril de 2013

CuentaCuentos: “No le gustó lo que vio en el espejo.”

No le gustó lo que vio en el espejo. Se quedó mirándolo como ausente, triste. Se había comprado un espejo nuevo, de esos en los que se ve uno de cuerpo entero, de esos que se apoyan en el suelo y había quitado el que tenía antes, un típico espejo de baño que solo le permitía verse la cara y poco más, pero al mirarse en él nada había cambiado. Un espejo solo refleja, no hace que el reflejo mejore, ni siquiera la percepción del mismo. Se podría decir que incluso había empeorado, ahora se veía por entero. Estaba desnuda frente a él, con los brazos colgando a los lados de su cuerpo. Suspiró y empezó el análisis otro día más. 

Tenía los ojos grandes, demasiado grandes, y rojos, pero eso no importaba, mofletes, tenía demasiados mofletes, si, eso era lo importante, demasiado redondos, esponjosos. Los labios eran gordos, tan gordos que parecía que estuvieran a punto de reventar. ¿Quién iba a querer besar esos labios? Nadie. Papada, tenía papada, carne colgante informe debajo de su barbilla. Tanta que se dio asco a si misma. Apartó la mirada del espejo. No. Tenía que seguir, sino no iba a conseguirlo nunca. Volvió a su papada y contuvo sus nauseas. Bajó su mirada por su cuello hasta sus hombros, resbalando por su antebrazo y llegando a sus manos. Siguió el recorrido de sus manos con su mirada hasta que éstas estuvieron alineadas con sus hombros, formando una cruz. La tristeza invadió por completo su rostro al ver como colgaba la carne de sus antebrazos formando olas de grasa en el mar de su brazo. Volvió a ponerlos en la posición inicial, así no parecían tan deformes, aunque lo eran. Sus manos acababan en unos dedos cortos y rechonchos que parecían salchichas embutidas para perros. 

Continuó por sus pechos, demasiado grandes, caídos, que se apoyaban en su tremenda barriga, por no hablar de las mollas que caían a ambos lados de su inexistente cintura. Gorda, estaba gorda. ¿Quién iba a querer estar con alguien así? Nadie. Parecía un tonel, un tonel que continuaba en sus pantorrillas, gordas y grandes, que parecía que se superponían la una en la otra dando la sensación de que eran una sola en vez de dos piernas separadas. Sus pies eran feos y deformes. Nada de ella misma le gustaba. 

Alargó su brazo hacia el cajón del mueble del baño intentando no fijarse en la carne que colgaba de ellos y cogió un metro y una libreta pequeñita. Dejó la libreta sobre el mueble y desenrolló el metro. Rodeó su inexistente cintura hasta que estuvo segura de que el número que marcaba se correspondía con la medida real. 39,5 cm. Las lágrimas empezaron a resvalar por sus mejillas. Gorda, todavía estaba gorda. Midió sus caderas. 52,7 cm. Apuntaba cada medición en su pequeña libreta, comparando los resultados con el día anterior. Continuó con su antebrazo. 15,2 cm. Y sus muslos. 19,4 cm. Ahora le tocaba enfrentarse a la báscula. La encendió y se subió a ella. 39,95 Kg. Se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar desconsoladamente. No había conseguido bajar ni un solo gramo desde el día anterior. La sensación le produjo arcadas. Vomitó todo lo que había desayunado, no había sido mucho, una magdalena y un vaso de leche, pero era necesario hacerlo, tenía que adelgazar como fuera, estaba gorda. Tras vomitar volvió a pesarse. 39, 32 Kg. Mejor, aunque no lo suficiente. 

Recogió sus cosas del baño, se lavó la cara, sus estúpidos mofletes seguían ahí, como sus mollas y su grasa. 




Todo esto y más, gracias al CuentaCuentos

lunes, 15 de abril de 2013

CuentaCuentos: “Sólo con el corazón se puede ver bien. Lo esencial es invisible para los ojos.”

Sólo con el corazón se puede ver bien. Lo esencial es invisible para los ojos. Aquí estoy, tumbado en esta cama de hospital. En mi último aliento. Respiro enganchado a una máquina que me suministra la mezcla de oxígeno y demás cosas, necesaria para sobrevivir un segundo más. Mi corazón está monitorizado las 24 horas del día. Está débil, tan débil como yo. Llevo aquí los últimos dos años de mi vida. Se ha abierto la puerta, será alguna enfermera. Las enfermeras son las únicas que me visitan y me dan algo de conversación. Me asean, me dan de comer a veces, otras me enganchan la comida directamente de la máquina, mi intestino está tan viejo como yo y a veces no funciona como tendría que funcionar. La puerta no se ha cerrado todavía, que raro. Me incorporo con bastante dificultad y muy lentamente ayudado por el mando que hace que una parte de mi cama se levante. Mi respiración se acelera, al igual que mi corazón cada vez que hago algún movimiento no previsto que requiere más concentración de la habitual. Descanso por un momento hasta recobrar la calma. Cuando me sereno abro los ojos y los veo. Al rededor de mi cama están mis yos el pasado. A mi izquierda mi yo con 10 años, seguido de mi yo de 18. Tras él mi yo de 23, mi yo de 30. A los pies de mi cama me encuentro con mi yo de 42, más a la derecha mi yo de 50, mi yo de 64, mi yo de 71 y a mi izquierda, cerrando el semicirculo mi yo de 89. Vienen a pedirme cuentas, mi hora se acerca. Vuelvo a cerrar los ojos un instante. Se que cuando los abra no habrá vuelta atrás. Los abro.

Toma la palabra mi yo de 42.
- Sabes porqué estamos aquí - asiento - en ese caso empecemos.

Miro a mi yo de 10 años y sin dudarlo empieza a hablar. 
- Por tu culpa papá y mamá se peleaban continuamente, no sabes nada, no sabes obedecer, ni siquieras sabes cuando cerrar la boca y hacer caso, solo es eso, tenías que hacer las cosas que te mandaban, un poco de educación y todo se hubiese solucionado, pero no, tú siempre tienes que llevar la razón, siempre, hasta cuando no la llevas. Tenías que haberte quedado con mamá, ella te quería. Pero papá era más guay, nunca te regañaba, siempre te dejaba hacer lo que querías, eso solo era porque no le importabas, solo te utilizaba para hacerle daño a mamá, pero tú no podías pararte a pensar, tú solo pensabas en tus amigos, en la calle, estudiar te parecía una mierda y aquí el único mierda eres tú.

Respiro profundamente tras recibir el primer golpe, esto va a ser duro y solo acabamos de empezar.
El siguiente. Mi yo de 18.
- Te pasas todo el día en la calle, drogándote. Te crees el rey del barrio y en verdad das pena. Te pasas con la coca, con los porros, pero a ti no te va a pasar nada, a ti te da todo igual, no tienes trabajo ni dinero para pagarte la droga así que robas. Le robas hasta a las ancianas que van a hacer la compra al supermercado, todo vale para calmar el mono. Te follas cualquier cosa que se mueva, suerte tuviste de no pillar nada raro, aunque para seguir viviendo así mejor hubiera sido que lo pillaras.


Le toca el turno a mi yo de 23.
- Tienes un accidente que casi te cuesta la vida. Eso te hace reaccionar, más vale tarde que nunca. Dejas las drogas y decides retomar los estudios, lo básico para sacarte un módulo. Te centras. Cada vez vas sintiéndote mejor. Tanto que hasta te enamoras. Conoces a miles de personas y no causan ningún efecto en ti y conoces a una sola y te cambia la vida. Ella. Llega a tu vida y la completa, piensas que es la persona que estabas esperando, que es tu mitad, tu alma gemela y una vez más te equivocas. Vas de droga en droga, primero la coca y ahora el amor, siempre ciego.

Ella, su solo recuerdo me hace estremecer todavía. Mi corazón se resiente del golpe, late taquicárdico, a empujones.
Mi yo de 30.
- Desde que ella te deja no levantas cabeza, eres imbécil. Desperdicias los mejores años de tu vida. Estás a punto de dejar el módulo que tanto trabajo y esfuerzo te había llevado conseguir. Todo por ella. Todavía no consigo comprender que clase de hechizo te hizo porque tu comportamiento no puede justificarse de otra forma. En esa época perdiste a gente marvillosa, perdiste a gente que de verdad te quería y se preocupaba por ti. Entre ellos a tu mitad, la de verdad. Esa que estaba hecha para ti. Pero estabas tan ocupado destruyéndote a ti mismo que ni siquiera la viste. Y se fue como se van las cosas, la historia hubiera cambiado, el destino te auguraba un futuro feliz a su lado, sonrisas, felicidad, niños a los que criar. Pero mírate, estás solo. Todo llega y todo pasa si no sabes aprovecharlo. Eres un fracasado.

Llegamos a la mitad, a los pies de la cama mi yo de 42 me atraviesa con la mirada, no me quedan fuerzas para seguir así mucho tiempo.
- Sigues arrastrándote en la vida. Te llega una gran oportunidad en el trabajo y estás a punto de perderla. Estás a punto de perderlo todo. No te das cuenta de todas las oportunidades que te da el destino para que cambies de actitud, para que te valores, para que empieces de nuevo, para que salgas a la superficie y dejes de ahogarte. Te abandonas. Hasta que no te ves mendigando no reaccionas. Más vale tarde que nunca supongo, aunque la mitad de tu vida está ya perdida sin remedio.

Me paro a pensar, es cierto, malgasté un tiempo tan valioso, ahora lo se y me arrepiento pero ya nada puedo hacer para cambiar las cosas. Que caprichosa es la vida, cuando aún podía cambiarlas no quería y ahora que ya no puedo hacer nada es cuando quiero.
Mi yo de los 50 va a comenzar a hablar.
- No tuviste la crisis de los 50 porque básicamente llevabas toda la vida en crisis. Quizá te vino bien tomar perspectiva, ver que llegabas a la mitad del camino y que no tenías absolutamente nada. Eso hizo que empezaras a tomarte en serio tu trabajo. La vida te dio una oportunidad que sinceramente no merecías. Te pusiste las pilas pero ya era demasiado tarde.

Mi yo de 64 tomó la palabra.
- Llegaba la edad de jubilación pero no podías permitirte el lujo de dejar tu trabajo. Tu vista se resentía cada vez más, en la empresa necesitaban gente joven, pero solo tenías ese sustento. Conseguiste un par de años más de compasión pero la savia nueva debía sustituir a la antigua y acabaste en la calle. Solo. Buscaste a la desesperada lo que fuera para ganarte la vida y acabaste enganchado a una máquina tragaperras que te quitaba la vida además del dinero. Ni pedías ayuda ni te dejabas ayudar. Volviste a perder el tiempo, ese tiempo que nunca regresa.

Es cierto, todo era cierto, malgasté la vida haciendo todo aquello que no debí, pero la vida no viene con instrucciones, no te adjuntan un archivo al nacer, ni siquiera aunque estés haciendo las cosas bien tienes certeza de que así sea. Dos más, solo dos reproches más.
Esta vez el turno fue para mi yo de 71.
- Apenas eres consciente de la vida que has desperdiciado. Te arrastras ante cualquier persona que quiera darle una limosna a un pobre desgraciado. Todavía hay gente que se apiada de ti y te da algo de comer. Malcomes, malduermes, malvives. La sonrisa desapareció de tu rostro muchos años atrás, todo por Ella. ¿De verdad valió la pena? Debes reconocer que no, por ti y por todos los que estamos aquí hoy.

Diciendo esto pasó el turno al siguiente.
- A los 89 una ambulancia te recogió de la calle medio muerto y desde ese día estás enchufado a esa máquina. Dos años han pasado ya de aquello. Cada latido de tu débil corazón es registrado, cada bocanada de aire que llega a tus pulmones es programada. Apenas eres capaz de hablar. Apenas te mueves. Hoy venimos a pedirte explicaciones antes de que mueras. Venimos a eneñarte lo que no supiste hacer, vivir. Estos serán tus últimos pensamientos, no los desaproveches también.

Tenían razón, todo lo que se había dicho en esa habitación era cierto. He desaprovechado mi vida. Ahora lo veo, pero antes no era capaz de verlo. Nos pasamos la vida arrepintiéndonos de nuestras decisiones del pasado, cuando eso ya no importa en el presente y lo único que conseguimos es perder nuestro futuro. Si tuviera otra oportunidad haría las cosas de otra manera. Pero vida solo hay una y la mia se está acabando. Lo noto. Estoy cansado. Mi corazón late cada vez más lento. Me pesa todo el cuerpo. Mi respiración es más pausada. El momento se acerca. Pronto. Todo pasa y todo llega, la vida, también llega a su fin. Todos se cogieron de la mano, mi yo de 89 cogió mi mano derecha y mi yo de 10 hizo lo propio con la izquierda. Al fin pude descansar en paz. El ciclo de la vida se había cerrado.







Todo esto y más, gracias al CuentaCuentos

lunes, 8 de abril de 2013

CuentaCuentos: "He recorrido océanos de tiempo para encontrarte."



He recorrido océanos de tiempo para encontrarte. El primer recuerdo nuestro que tengo se remonta a la primera venta de esclavos a la que asistí en casa de tu tío. Eras una simple esclava de belleza más bien escasa, pero bastante resuelta a la hora de seguir órdenes. Apenas unos segundos, te pedí que rellenaras mi copa de vino, ni siquiera nos miramos a los ojos, ninguno de los dos nos vimos. Te vendieron esa misma noche, al mejor postor, un hombre de barba larga y canosa, con mucho dinero y con pocos escrúpulos. No te volví a ver.

La segunda vez que nos encontramos fue una lluviosa mañana de abril. Me encontraba ensillando mi caballo para una justa, la primera del año, después de haber estado un tiempo recuperándome de una lesión en la rodilla. Nadie apostaba ya por mí, decían que era viejo para esas cosas, que cualquiera podría derrotarme. La armadura se me había empezado a oxidar con tanta lluvia, pero tenía experiencia, cosa que los caballeros más jóvenes no tenían. Unos niños pasaron junto a mi caballo y éste se encabritó. Apoyándose en sus patas traseras se elevó hacia el cielo, su relincho fue como un quejido. Los niños salieron corriendo, alguno incluso llorando. En ese momento, tú admirabas las telas que te ofrecía un mercader sin mucho entusiasmo cuando te llamó la atención el llanto de un niño que corría hacia los brazos de su madre. Te perdiste entre la multitud cuando empezó la justa. Después de caer derrotado recogí mis cosas y partí. 

 La siguiente vez estuvimos a punto de tocarnos. En la plaza del pueblo se habían congregado una multitud de curiosos. El sheriff había dado caza por fin a un indio que se decía que había cometido terribles crímenes, entre ellos violar a la hija menor del terrateniente, robar los cultivos de varias granjas y quemar el granero. Lo traían atado de pies y manos, arrastrado por un caballo. Al pasar entre la multitud lo desataron y lo pusieron en pie. Se tambaleó, perdiendo el equilibrio, cayéndose casi de inmediato. Fue a caer encima de una señora que fue retirada a tiempo por un hombre musculoso de uniforme. La pobre mujer casi vomita del asco repentino. Lo volvieron a enderezar y lo llevaron a la cárcel a la espera de que el juez del pueblo lo juzgara, por supuesto en un juicio justo, en el que no podría defenderse al no hablar el mismo idioma y en el cual era culpable hasta que alguien, que no iba a aparecer, demostrara lo contrario. El castigo era la muerte. El indio era yo. 

En una ocasión me encontraba arreglándome para salir. Había quedado con una chica, la primera cita, tenía que sorprenderla, ser un galán. Mi padre me había estado dando consejos durante toda la tarde, estaba agotado, abrirle la puerta, acercarle la silla, coger su chaqueta, esperar a que ella se siente, ser elegante, ameno, captar su atención… demasiadas cosas para recordar. Había reservado una mesa para dos en un local de la ciudad, nada de un antro barato pero tampoco un sitio que no pudiera pagar. Mi madre me había planchado la camisa con mucho esmero y había puesto un pañuelo doblado en la solapa de mi chaqueta, un toque femenino nunca viene mal. La recogí en su casa, como es costumbre su demora hizo que mis nervios afloraran. Torpemente balbuceé unas cuantas frases sueltas por el camino hasta que llegamos. Ella se reía, era a lo más que podía aspirar aquella noche. El plato fuerte además de la pierna de jabalí con salsa de arándanos, era el espectáculo de música en vivo. Esa noche cantaba una mujer entrada en carnes con el pelo rizado más alborotado que había visto hasta entonces. Su voz era angelical a la vez que fuerte y decidida. La acompañaban en el escenario una mujer tocando el violín y un caballero que tocaba el piano. Tú eras la mujer del violín.

La inauguración del primer ferrocarril, Londres. Recuerdo que iba muy nervioso, no me soltaba de la mano de mi madre, apenas levantaba un metro del suelo y temía perderme entre tanta gente. El trajín de la estación, en el andén se amontonaban las autoridades pertinentes que ocuparían al día siguiente todas las portadas de los periódicos influyentes y yo lo iba a presenciar. En la entrada una niña vendía flores por una moneda de cobre, tenía la cara llena de pecas y el pelo rojo. Debajo del reloj de la estación una abuelita le daba de comer a las palomas mientras que el gerente la miraba de reojo. El ferrocarril iba atestado de gente que sacaba pañuelos blancos a través de las ventanas para despedirse de sus seres queridos. Tú, tumbada en un carrito de bebés no dejabas de llorar. Una vez más no nos conocimos. 

Otra vez, por casualidad cruzamos la mirada en un semáforo. Vestías un pantalón vaquero desgastado, muy a la moda, una camiseta ajustada que dejaba entrever tus encantos. El pelo recogido en una trenza que caía por tu hombro derecho. Llevabas una carpeta en las manos bastante desordenada, intentabas poner algo de orden en el tiempo que tardaba el semáforo en volver a ponerse verde para poder cruzar. El sol te daba en la cara y hacía que entrecerraras tus preciosos ojos al natural. Yo estaba en la acera opuesta, aquella vez era el vendedor de un puesto ambulante de perritos calientes, el Nueva York de siempre y sus comidas rápidas. Por mi puesto pasaban miles de personas al día, algunas con prisa, otras con una sonrisa.  La tuya no, ese día no. 

Y de repente un día desperté y te vi. Estabas tendida en mi cama, durmiendo. El sol besaba tu piel desnuda y mi mente empezó a hilar recuerdos. Tú y siempre tú. Me he pasado cada una de mis vidas buscándote aún sin saberlo. Pudimos habernos conocido en todas y cada una de ellas pero no lo hicimos, porque el destino nos tenía preparado algo mejor. Ahora estoy aquí, frente a ti, reflejándome en tu mirada y sé que eres tú, que siempre lo fuiste. Abrázame y toma mi mano, por una vez hagamos las cosas bien, hagamos el resto del camino juntos. 


Todo esto y más, gracias al CuentaCuentos

lunes, 1 de abril de 2013

CuentaCuentos: “Quería estar cerca y para ello me fui lo más lejos posible.”

Quería estar cerca y para ello me fui lo más lejos posible... 

Quería que me perdonaras pero fui un cobarde...

Quería quererte, solo eso...

Quería ser lo que nadie había sido antes para ti...

Quería dedicar cada día de mi vida a hacerte feliz...

Quería sentir tu piel junto a la mía...

Quería hacerte sonreír...

Quería verme en tu mirada...

Quería dejar de pensar y actuar, besarte en un descuido, abrazarte y no soltarte nunca...

Quería darle la vuelta al mundo para abrazar tu espalda...

Quería decirte que te echo de menos...

Tachó y arrugó el papel una vez más. Se secó las lágrimas que corrían por sus mejillas. Nunca escribiría esa carta. Lo sabía desde que tomó la decisión de irse, pero se mentía una y otra vez, como hacen los locos, como hacen los ciegos. Loco por ella, ciego de amor, la peor combinación. Cobarde, quizá lo fuera. Querer solucionar los problemas evitándolos es como romper un reloj para que así el tiempo se pare. Y allí estaba, como un reloj roto, viendo el tiempo pasar e imaginándola en la distancia. Todo fue como un sueño, donde ella era la princesa del castillo esperando a ser rescatada por un apuesto príncipe a lomos de un corcel blanco. Solo tenía que matar al dragón y rescatarla para vivir felices para siempre. Entonces apareció una bruja, una muy malvada. Tan malvada que utilizando un hechizo confundió al príncipe para que acabara matando a la princesa y liberando al dragón de su esclavitud. Cuando se dio cuenta de lo que en verdad había hecho ya era tarde. Su princesa estaba tan guapa, que incluso metida en esa caja de madera no pudo más que amarla. Sobre la mesa un certificado médico: "Locura transitoria". Quizá la peor locura sea seguir vivo.




Todo esto y más, gracias al CuentaCuentos