He recorrido
océanos de tiempo para encontrarte. El primer recuerdo nuestro que tengo se
remonta a la primera venta de esclavos a la que asistí en casa de tu tío. Eras
una simple esclava de belleza más bien escasa, pero bastante resuelta a la hora
de seguir órdenes. Apenas unos segundos, te pedí que rellenaras mi copa de
vino, ni siquiera nos miramos a los ojos, ninguno de los dos nos vimos. Te
vendieron esa misma noche, al mejor postor, un hombre de barba larga y canosa,
con mucho dinero y con pocos escrúpulos. No te volví a ver.
La segunda vez
que nos encontramos fue una lluviosa mañana de abril. Me encontraba ensillando
mi caballo para una justa, la primera del año, después de haber estado un
tiempo recuperándome de una lesión en la rodilla. Nadie apostaba ya por mí,
decían que era viejo para esas cosas, que cualquiera podría derrotarme. La
armadura se me había empezado a oxidar con tanta lluvia, pero tenía
experiencia, cosa que los caballeros más jóvenes no tenían. Unos niños pasaron
junto a mi caballo y éste se encabritó. Apoyándose en sus patas traseras se
elevó hacia el cielo, su relincho fue como un quejido. Los niños salieron
corriendo, alguno incluso llorando. En ese momento, tú admirabas las telas que
te ofrecía un mercader sin mucho entusiasmo cuando te llamó la atención el
llanto de un niño que corría hacia los brazos de su madre. Te perdiste entre la
multitud cuando empezó la justa. Después de caer derrotado recogí mis cosas y
partí.
La siguiente vez estuvimos a punto de
tocarnos. En la plaza del pueblo se habían congregado una multitud de curiosos.
El sheriff había dado caza por fin a un indio que se decía que había cometido
terribles crímenes, entre ellos violar a la hija menor del terrateniente, robar
los cultivos de varias granjas y quemar el granero. Lo traían atado de pies y
manos, arrastrado por un caballo. Al pasar entre la multitud lo desataron y lo
pusieron en pie. Se tambaleó, perdiendo el equilibrio, cayéndose casi de
inmediato. Fue a caer encima de una señora que fue retirada a tiempo por un
hombre musculoso de uniforme. La pobre mujer casi vomita del asco repentino. Lo
volvieron a enderezar y lo llevaron a la cárcel a la espera de que el juez del
pueblo lo juzgara, por supuesto en un juicio justo, en el que no podría
defenderse al no hablar el mismo idioma y en el cual era culpable hasta que
alguien, que no iba a aparecer, demostrara lo contrario. El castigo era la
muerte. El indio era yo.
En una ocasión me
encontraba arreglándome para salir. Había quedado con una chica, la primera
cita, tenía que sorprenderla, ser un galán. Mi padre me había estado dando
consejos durante toda la tarde, estaba agotado, abrirle la puerta, acercarle la
silla, coger su chaqueta, esperar a que ella se siente, ser elegante,
ameno, captar su atención… demasiadas
cosas para recordar. Había reservado una mesa para dos en un local de la ciudad,
nada de un antro barato pero tampoco un sitio que no pudiera pagar. Mi madre me
había planchado la camisa con mucho esmero y había puesto un pañuelo doblado en
la solapa de mi chaqueta, un toque femenino nunca viene mal. La recogí en su
casa, como es costumbre su demora hizo que mis nervios afloraran. Torpemente
balbuceé unas cuantas frases sueltas por el camino hasta que llegamos. Ella se
reía, era a lo más que podía aspirar aquella noche. El plato fuerte además de
la pierna de jabalí con salsa de arándanos, era el espectáculo de música en
vivo. Esa noche cantaba una mujer entrada en carnes con el pelo rizado más
alborotado que había visto hasta entonces. Su voz era angelical a la vez que
fuerte y decidida. La acompañaban en el escenario una mujer tocando el violín y
un caballero que tocaba el piano. Tú eras la mujer del violín.
La inauguración del primer ferrocarril, Londres. Recuerdo que iba muy nervioso, no me soltaba de la mano de mi madre, apenas levantaba un metro del suelo y temía perderme entre tanta gente. El trajín de la estación, en el andén se amontonaban las autoridades pertinentes que ocuparían al día siguiente todas las portadas de los periódicos influyentes y yo lo iba a presenciar. En la entrada una niña vendía flores por una moneda de cobre, tenía la cara llena de pecas y el pelo rojo. Debajo del reloj de la estación una abuelita le daba de comer a las palomas mientras que el gerente la miraba de reojo. El ferrocarril iba atestado de gente que sacaba pañuelos blancos a través de las ventanas para despedirse de sus seres queridos. Tú, tumbada en un carrito de bebés no dejabas de llorar. Una vez más no nos conocimos.
La inauguración del primer ferrocarril, Londres. Recuerdo que iba muy nervioso, no me soltaba de la mano de mi madre, apenas levantaba un metro del suelo y temía perderme entre tanta gente. El trajín de la estación, en el andén se amontonaban las autoridades pertinentes que ocuparían al día siguiente todas las portadas de los periódicos influyentes y yo lo iba a presenciar. En la entrada una niña vendía flores por una moneda de cobre, tenía la cara llena de pecas y el pelo rojo. Debajo del reloj de la estación una abuelita le daba de comer a las palomas mientras que el gerente la miraba de reojo. El ferrocarril iba atestado de gente que sacaba pañuelos blancos a través de las ventanas para despedirse de sus seres queridos. Tú, tumbada en un carrito de bebés no dejabas de llorar. Una vez más no nos conocimos.
Otra vez, por
casualidad cruzamos la mirada en un semáforo. Vestías un pantalón vaquero
desgastado, muy a la moda, una camiseta ajustada que dejaba entrever tus
encantos. El pelo recogido en una trenza que caía por tu hombro derecho.
Llevabas una carpeta en las manos bastante desordenada, intentabas poner algo
de orden en el tiempo que tardaba el semáforo en volver a ponerse verde para
poder cruzar. El sol te daba en la cara y hacía que entrecerraras tus preciosos
ojos al natural. Yo estaba en la acera opuesta, aquella vez era el vendedor de
un puesto ambulante de perritos calientes, el Nueva York de siempre y sus
comidas rápidas. Por mi puesto pasaban miles de personas al día, algunas con
prisa, otras con una sonrisa. La tuya
no, ese día no.
Y de repente un
día desperté y te vi. Estabas tendida en mi cama, durmiendo. El sol besaba tu
piel desnuda y mi mente empezó a hilar recuerdos. Tú y siempre tú. Me he pasado
cada una de mis vidas buscándote aún sin saberlo. Pudimos habernos conocido en
todas y cada una de ellas pero no lo hicimos, porque el destino nos tenía
preparado algo mejor. Ahora estoy aquí, frente a ti, reflejándome en tu mirada
y sé que eres tú, que siempre lo fuiste. Abrázame y toma mi mano, por una vez
hagamos las cosas bien, hagamos el resto del camino juntos.
Todo esto y más, gracias al CuentaCuentos
Veo que la frase ha dado amor como resultado, historias a través del tiempo. Hay cosas con las que ni el tiempo puede :-)
ResponderEliminarBesos